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LIBERTAD, Y FELICIDAD

PADRES E HIJOS

LIBERTAD, Y FELICIDAD

 

Todos queremos que nuestros hijos procedan rectamente para poder sentirnos orgullosos de su comportamiento; también deseamos verles felices, pero, para que obren rectamente y sean felices, es importante que nosotros les hayamos enseñado cual es el camino para conseguirlo.

Hoy en día vivimos en un mundo excesivamente materialista, buscamos con avidez valores como la seguridad, el confort, la diversión... todos ellos son valores claramente ligados a la riqueza, a nuestra capacidad económica. Son principios variables, mutables... crean por tanto inseguridad, porque realmente, no pueden ser seguros. Por más riquezas que se atesoren, siempre puede venir un mal golpe de fortuna y en consecuencia, la ruina.

Es cierto que tenemos otros valores a los que damos importancia, como es la salud (aunque, desgraciadamente, también este es un valor material mutable, de hecho,  siempre acaba derivando a bancarrota) y el conocimiento, que muy habitualmente solo lo utilizamos como un medio para alcanzar esa ansiada “estabilidad económica”, supuesta fuente de la felicidad basada en la seguridad, en el confort y en la diversión.

En búsqueda de esa felicidad material, nuestra propia vida se hace efímera, volátil... Nuestra vida desaparece ante nuestros ojos a velocidad de vértigo y por temor a preguntarnos en qué nos estamos equivocando, en vez de pararnos a pensar en lo que realmente necesitamos, seguimos aún con más ahínco buscando esa seguridad inalcanzable y llenando nuestro tiempo de estúpidos programas tele basura para sentir durante un rato como nuestras (pues las nuestras no nos gustan), las sucias vidas de unos “famosos” de pacotilla que venden al mejor postor su honor y su vergüenza, cuando no sus mismas almas. ¿No sería mejor que dedicásemos nuestro tiempo a estar y prestar más atención a nuestros hijos?.

Buscar cierta estabilidad económica, cierto nivel de confort, algo de diversión, cuidar nuestra salud...  todo ello es necesario porque el hombre es materia, pero también somos seres espirituales y es en nuestro espíritu donde radica nuestra trascendencia.

La felicidad es un bien espiritual, no material. Si queremos que nuestros hijos sean felices, debemos hacerles comprender que la felicidad radica en el espíritu y no en lo físico.

Para llegar a ser felices, lo primero que debemos hacer es serenarnos y olvidarnos de las prisas, pues las prisas son fruto de lo material. El mundo de nuestro espíritu, es un mundo lento, casi inmutable. Es el mundo de los sentimientos (no el de los sentidos), es el mundo de las ideas y de los principios. Dos de los más fundamentales de esos principios son el amor y la libertad; hasta tal punto son transcendentes que son los que nos hacen iguales y semejantes a Dios. 

Nuestros jóvenes quieren sentirse libres y entienden por libertad el hacer lo que les da la gana sin contar con los demás... ¡craso error! Y para colmo de males, suelen trivializar lo que es el amor hasta sustituirlo por el interés en una relación placentera mutuamente egoísta.

Es cierto que la libertad es la capacidad de decidir, pero desde el momento en el que tomamos una decisión, “perdemos” nuestra libertad, pues somos “esclavos” de la elección tomada. Si deseo ver a tres personas, tengo que decidir  a quién visito primero. La libertad es por tanto un bien escaso que solo podemos ceder a cambio de lo que más ansiamos, es decir, de lo que amamos.

Una persona que ama a otra, debe desear la felicidad de la otra persona por encima de la propia, pues su felicidad se encuentra más en la persona amada que en su propia persona. Triste madre y triste padre son los que consideran que el tiempo que dedican a sus hijos no es el tiempo más feliz de sus vidas. Las cadenas que limitan nuestra libertad dentro de la familia, han de ser cadenas de amor y solo el egoísmo y la soberbia pueden hacernos creer que esas cadenas son pesadas.

Si nuestros muchachos comprenden que la felicidad es una potencia del alma y que se nutre de lo que amamos, para enseñarles a ser felices, debemos enseñarles a elegir lo que se ama. Si saben depositar su amor en lo que es digno, podrán amar sin dudas y sin dudar serán felices. Dice Juan Pablo II que la libertad es “para construir con ella la vida personal y la vida social”, pues libertad es nuestra facultad para buscar y obrar el BIEN.

Tú compartirás mi vida

A todos nos gusta conservar nuestra libertad, poder salir según el propio antojo con una u otra persona, escoger el lugar de descanso este fin de semana, fijar los momentos que vamos a dedicar a los distintos programas de televisión.        De repente, irrumpe en nuestras vidas un amor que revoluciona todas las coordenadas en las que nos movíamos antes libremente. Es la experiencia del enamoramiento, en la que olvidamos las citas con los amigos, los programas preferidos e, incluso, el día de cobro en nuestra empresa (cosa extraña pero posible). Esa experiencia puede durar días, semanas o meses, y crea a nuestro alrededor sonrisas simpáticas de quienes notan nuestros despistes y murmullan la explicación más lógica: “Está enamorado”.        

Tal vez el conocimiento de la nueva persona (un chico, una chica, según sea el lado de la orilla en el que nos encontremos) ha causado toda una revolución en nuestro ser. Parece que la vida gira en torno a quien es ahora el nuevo centro del corazón, y un retraso, una omisión de la llamada telefónica, una cita que ha tenido que saltar por un compromiso imprevisto de última hora puede ser motivo de una inquietud que parecería ridícula si lo pensásemos fríamente, aunque a nosotros nos resulte la cosa más importante del mundo. La vida conduce a miles de estas experiencias, hacia un compromiso mayor. El noviazgo, una curiosa jaula que todavía deja abiertos muchos espacios a la libertad de cada uno, es una aventura apasionante, llena de esperanzas e ilusiones, de alegrías, de sueños, de profundidad. Pero no basta. Y el amor culmina cuando los dos, llevados por aquel impulso inicial que nació en un momento más o menos preciso del pasado, llegan al altar, y se prometen fidelidad y entrega para toda la vida y en todas las circunstancias.       

 Las líneas anteriores reflejan la experiencia de miles y miles de hombres y mujeres hasta un momento decisivo de la propia existencia, el del matrimonio. Con él se inicia una nueva fase en las relaciones entre el hombre y la mujer, mucho más profunda, mucho más rica, mucho más comprometedora, pero no pocas veces llena de mayores problemas para los dos. ¿Por qué ocurre esto, si en el noviazgo el amor parecía “fuerte como la muerte” e impetuoso como un torrente en crecida? Porque antes se vivía subyugado por el amor, pero siempre dentro del marco de la propia libertad, que no se sentía encadenada por unos compromisos que se convierten en algo definitivo, “hasta que la muerte nos separe”, al pasar la frontera de las bodas.        

El noviazgo no era una “rendición incondicional”, sino una entrega “provisional” de la propia libertad, hasta ciertos límites que aún estaban bajo nuestro control. Pero el amor iba cerrando el marco de la propia autonomía, y un día los esposos se ven en esa jaula, más perfecta (más cerrada), en la que la propia libertad parece haber desaparecido, “sin condiciones”. ¿Será verdad, entonces, que quienes se casan ya no pueden amar con la espontaneidad y la frescura que mostraban cuando eran solamente novios?        

La pregunta, por desgracia, nos viene ante tantos y tantos matrimonios que fracasan, ante tantas y tantas parejas de casados (y cansados) que soportan o sobrellevan, con un gran aburrimiento, el sucederse irrelevante de los aniversarios de bodas. Si antes del matrimonio el sonido del teléfono era capaz de levantar al uno o a la otra de la butaca en la que se veía una emocionante película, ahora parece que no dice nada el sonido de los zapatos en el umbral de casa, cuando llega la otra “media naranja” después de haber comprado algunos objetos para el hogar. La normalidad y la cotidianidad han puesto toneladas de polvo a un cariño que fue emocionante y vivo, y que ahora tiene mucho de inercia y de apatía.          

¿Cómo romper con esta situación? ¿Cómo avivar el fuego casi frío de unas brasas sofocadas por una gruesa capa de cenizas? Reinstaurando, como en los primeros días, el amor fresco y libre. Se trata de ver en el otro o en la otra a aquel corazón que un día robó el nuestro, no para encadenarlo y privarlo de la propia libertad, sino para englobarlo en una libertad superior, la del “nosotros”. Hay que aprender a renunciar, de vez en cuando, a un pequeño derecho (como cuando se estaba en el noviazgo) para ofrecer un gesto de cariño al otro.        

Hoy será él quien no acuda una tarde al club para poder salir de paseo con ella. Mañana ella preparará un pastel especial para la cena, aunque sabe que por eso tendrá que perderse un programa de la serie televisiva favorita. Y así miles de gestos de amor, de amor elegido incluso sacrificadamente. Ese amor alimenta, planifica, perfecciona la libertad y, así, a la persona, al esposo y a la esposa. ¡Extraña paradoja: renunciando soy más libre! Sí, porque es renuncia de amor, es elección de amor.  La plenitud de esas pequeñas renuncias se logra, de un modo muy especial, cuando se produce la apertura a aquellos nuevos inquilinos que, gracias al amor mutuo, llaman a las puertas del lecho nupcial y permiten a la pareja la aventura del saberse “papá” y “mamá”. Por primera, por segunda, por tercera... o cuantas veces Dios diga y nuestro amor lo permita...         

Son muchos los programas que se pueden lanzar para ayudar a encender en las chimeneas de nuestros hogares la chispa del amor fresco y joven (aunque se tengan ya más de 25 años de casados...). El más hermoso de ellos será el de un compromiso sincero y renovado por unirse en un “nosotros” que supere cualquier agujero de egoísmo y que abra a cada matrimonio a una mayor generosidad en el amor, como la que significa la acogida de cada nuevo hijo.

LA EDUCACIÓN Y SUS ETAPAS

 Padres e hijos 2 , la educación y sus etapas

Las necesidades de nuestros hijos van a ir cambiando a medida que van creciendo. Nos parece lógico ir variando y ampliando los alimentos que toma, sus juguetes, o las horas en las que estudia, pero incomprensiblemente, muchos padres mantienen una misma pauta educativa durante toda la infancia y juventud del niño. 

Educar a un hijo es conseguir que actué dentro de unos parámetros aceptables frente a una determinada situación y la disciplina, es la presión que ejercemos sobre ese niño para que actúe dentro de esos parámetros aceptables.

 

Pongamos un ejemplo: Es común que un niño no desee comer verduras hervidas, sin embargo, sabemos que estas son muy necesarias para su alimentación. Podemos prescindir de darle brécol, si es que le produce verdaderas nauseas, pero no podemos permitir que deje también de tomar acelgas, espinacas, col, zanahorias y judías tiernas. Debemos ir dando a conocer nuevos sabores y nuevas texturas al paladar del niño para que se habitúe a probarlo todo, de forma que más adelante pueda comer de todo. Para conseguir que tome verduras, podemos obligarle siempre, a tomar al menos un par de cucharadas completas de cualquier plato que le pongamos para comer. Es muy probable que al principio se niegue en redondo, pero el truco está en convencerle de que haga lo que haga, se las va a tener que tomar. En este caso, educar será conseguir que acepte comer las verduras hervidas y la disciplina, será la autoridad que tengamos que ejercer  para doblegar la voluntad del niño (no darle postre si no se lo acaba, mandarlo a la cama sin cenar...).

 

Una vez definido el concepto de educación, podemos pasar a diferenciar sus etapas. Las etapas educativas varían progresivamente en consonancia a la maduración del niño y guardan estrecha relación con la disciplina paterna. Se resumen en una frase:

 

EN LA PRIMERA INFANCIA, LE ORDENAS, EN LA NIÑEZ, LE EXPLICAS Y EN LA JUVENTUD, LE PROPONES.

 

La primera infancia abarca los primeros años de vida, en los que el niño es absolutamente egocéntrico y termina entre los tres y los cuatro años. En esta etapa deben de aprender los conceptos de autoridad y obediencia, el niño NECESITA la orden taxativa, sin paliativos, pues difícilmente comprenderá lo que no le es inmediato. La subordinación de sus deseos a las imposiciones paternas, le prepara (entre otras cosas), para aprender a dominarse y empezar a desarrollar sus capacidades reflexivas,  lo cual, más adelante, le permitirá aceptar con mayor facilidad los consejos paternos e incluso, los reveses de la vida. 

 

Hacia los tres años de edad y de forma paulatina, iremos variando nuestra pauta de conducta educativa y aunque seguiremos imponiéndonos, le iremos dando explicaciones del motivo por el que deseamos que haga o no haga tal cosa, con lo que le ayudaremos a comprender y valorar.

 

Finalmente, hacia la pubertad (entre los 12 y los 15 años), cuando consideremos que ya ha madurado lo suficiente, seguiremos explicándole cómo deseamos que actúe y el por qué deseamos que actúe de esa determinada manera. Gradualmente le iremos permitiendo ir tomando sus propias decisiones, recordándole que obtener la capacidad de decidir, implica la obligación de aceptar las consecuencias de esas decisiones.

 

No será fácil para nosotros ver como se hacen independientes, debemos ser francos y exigentes con ellos, enseñarles a ser sólidos como una roca, exigentes con ellos mismos, pero humanos y comprensivos con los demás. 

Nuestros hijos han de saber que estaremos a su lado siempre que necesite un consejo, pero ahora son ellos quienes deciden y quienes deben de asumir las consecuencias de sus decisiones.                           

La disciplina

PADRES E HIJOS 1: LA DISCIPLINA 

Que los niños necesitan un cierto grado de disciplina, es algo que espero que nadie se atreva a negar; el problema está en saber hasta qué punto debemos ser rígidos o flexibles ante las acciones y demandas de nuestros hijos.

El grado de autoridad que impongamos a nuestros hijos, variará según las circunstancias del momento y del entorno, pues no seremos igual de rígidos con ellos a la hora de hacer los deberes, que cuando acabamos de recibir la visita de unos familiares, pero siempre  habrá una serie de cosas que nuestros hijos sepan que no deben hacer.

Lo que debemos evitar a toda costa es que nuestro estado de ánimo acentúe o modere la rigidez con la que tratamos a nuestros hijos. Imaginemos dos situaciones contrapuestas, (pero igual de incorrectas), de la autoridad de los padres: El niño tiene un comportamiento muy maleducado, pero el padre o la madre están con unos amigos y no quieren “aguar la fiesta” reprimiéndole, así que optan por “reírle las gracias”.

Segunda situación: Los mismos padres llegan a casa cansados y se ven superados por los gritos y las energías de los niños; reacción: Los gritos, los malos modos o incluso, la bofetada.

Los padres debemos tener muy claro que la disciplina ha de ser moldeada según el contexto, pero sin llegar nunca a desaparecer. Y debemos repetirnos constantemente que el estado de ánimo del progenitor, NUNCA ha de influir en la formación de nuestros hijos.

Desgraciadamente, suele pasar que los padres incumplimos esta norma tan básica; si somos conscientes de que la hemos transgredido, debemos transmitírselo al niño. Es bueno que sepa que sus padres no son perfectos y lo que es más importante, es estupendo que los hijos vean que sus padres saben reconocen sus errores y  disculparse de ellos. Si queremos que nuestros hijos sepan perdonar y pedir perdón, que sepan   reconocer y corregir sus errores, no esperemos que lo aprendan “en el colegio” o por “ciencia infusa”, lo han de aprender en  la mejor de las escuelas, en su familia.

De igual forma, si deseamos que nuestros hijos tengan un comportamiento recto, es mediante nuestro propio ejemplo la forma en la que podremos conseguir hacer de ellos unos hombres y mujeres “hechos y derechos” para el día de mañana.

No debemos caer en la tentación de creer que con cariño y “dejándoles hacer”, se van a convertir en muchachos con mucha “iniciativa y capacidad de decisión”.Nuestros hijos necesitan que les guiemos ante la vida, no nacen enseñados. Su capacidad de reconocer lo que es bueno o malo, radica en el comportamiento que perciben en su entorno, es decir, en su familia, en la escuela, en sus amigos, en la televisión... La disciplina es pues, el camino que trazamos para que, desde sus primeros días de vida, los niños desarrollen a través de las pautas o normas de comportamiento que les imponemos, sus capacidades de discernimiento ante las disyuntivas que la vida les va a ir presentando. Cuanto más conscientes seamos de ello, más claro y nítido será el camino que les marquemos y más difícil será que caigan en desviaciones como pueden ser la droga, el sexo fácil o la indolencia.

 

Pero lo que  sí que es cierto, que no puede haber disciplina sin entrega y amor de los padres, la disciplina NUNCA es una forma de dominar a los niños para que no molesten, la disciplina es el camino en que la dedicación y el amor de los padres encuentran el marco perfecto para hacer razonar al hijo.